Freud, Jung y los fantasmas (Julio César Londoño)

Freud y Jung se entrevistaron por primera vez en 1908 y conversaron 13 horas -dice el biógrafo y cronometrista Colin Wilson- y siguieron haciéndolo a menudo. Se volvieron tan íntimos que hay cartas en que Emma, la esposa de Jung, le escribe a Freud quejándose de la "idealización" de algunas pacientes por su marido. Demasiado humano, Jung permitió que varias de estas pacientes pasaran a 'manteles' con él y amargaran la vida de su esposa.

(Como H. G. Wells, su amigo, Jung opinaba que a un hombre de genio se le debían permitir ciertas libertades en aras del buen desarrollo de sus facultades creativas. Sobra decir que ellos, Jung y Wells, se creían pertenecientes al privilegiado gremio).

En una entrevista celebrada una tarde de marzo de 1909 en la biblioteca de la casa de Freud en Viena, discutieron sobre los 'fenómenos ocultos', tema frente al cual Freud era prudentemente escéptico mientras Jung lo consideraba 'interesante'.

Tantos relatos de sucesos extraordinarios (fantasmas, mitos, milagros) que se repiten en todas las épocas y países -dijo Jung esa tarde- no pueden ser ignorados sin más ni más, ni despachados como fraudes de charlatanes o frutos de la imaginación. Me parece terca y simplista la posición de los escépticos frente a estos fenómenos -añadió con un punto de pasión.

Freud, cuya capacidad para voltear argumentos era proverbial, replicó: "En cambio a mí lo que me parece simplista es la actitud de los crédulos. Explicar los fenómenos extraordinarios recurriendo a dioses o a poderes singulares de las personas es una salida fácil, cosa que saben muy bien los autores de literatura fantástica. Es mucho más arduo y meritorio encontrar explicaciones naturales a los fenómenos inexplicables. Hay más inteligencia y elaboración en las teorías de Oparín que en las fábulas de la Creación, por ejemplo. El mito es sólo un signo que la ciencia debe descifrar. Somos hombres de ciencia, mi querido Carl, y nos pagan para que descubramos razones o al menos para que inventemos teorías, no para que propalemos fábulas, así como nadie le paga al hechicero para que trace ecuaciones".

En este preciso momento se produjo en un anaquel de la biblioteca un ruido fuerte que hizo saltar a Jung de su asiento.

¡Ahí lo tiene -dijo Jung con voz trémula-, no negará usted que estamos frente a un ejemplo palpable de los 'fenómenos de exteriorización'!

"¡Tonterías!" -dijo Freud subrayando su opinión con un gesto displicente".

Para usted es fácil encogerse de hombros. Casi lo envidio. En mi vida, en cambio, pululan los sucesos...

No había terminado Jung de hablar cuando el ruido se repitió, con mayor intensidad, en otro anaquel. El escepticismo del profesor Freud se tambaleó un momento pero luego el hombre se sobrepuso: "Si vamos a andar postulando fantasmas para explicar todos los fenómenos que no entendemos, pronto no habrá espacio para la gente de carne y hueso".

En eso tiene razón, profesor -dijo Jung poniéndose a tono con la salida de su amigo-; yo me los tropiezo todos los días, como le estaba diciendo, pero eso no me molesta. Encuentro apasionantes los enigmas y las posibilidades que ofrece el universo parasicológico. El mundo gana en profundidad y perspectiva. La ciencia es inteligencia, razón. La religión es intuición, mito y poesía; me gustan ambas, y me las quedo. Un mundo en el que convivan Dios y Oparín es más rico que un mundo donde sólo exista uno de los dos.

"Eso suena muy bien -dijo Freud- pero la ciencia se hace con la cabeza, no con el corazón, y es la verdad, no el placer, lo que ella busca".

Lamento diferir de esa clásica convención -dijo Jung-; pienso que la ciencia debe hacerse, como el arte, con todo el cuerpo.

Verídica o no, la anécdota -recogida en la biografía de Jung de Colin Wilson (Barcelona, 1986)- ilustra perfectamente los caracteres de los dos sabios: escéptico, ortodoxo y racionalista el de Freud, y abierto, heterodoxo y romántico el de Jung.