Cuentos

En esta sección podrás encontrar los cuentos de Santiago. Lealos bajo su propio riesgo.

Té espumoso (1/6/2004)

"En su hombro un pajarito aterrizó. Le ha comido el cachete
alterando la sonrisa que dejó"...

"Ramón" – Polbo

 

La última vez que la veo, está muerta. Sus ojos aún ensangrentados opacan la huella de lo que hasta hace unos momentos fue su sonrisa. Dentro de poco, las hormigas comenzarán a devorar aquel rostro que antes me miraba fijamente. El hilo negro que perfora sus labios resecos no deja entrar en su boca la luz del balcón. Un mosquito descansa en su pecho levemente cálido, donde una vez palpitó un corazón. Las nubes combaten con la luz de la luna; mi cabeza emana calor. Una taza manchada por el olvido se estrella en el piso del apartamento y de ella, una mancha de té se propaga como luz oscura sobre el mármol. Un gato negro mordisquea indiferente las hojas de un trébol. Las paredes escupen espuma. Una sombra que piensa como yo afila una navaja de afeitar en mi balcón ahora sin viento y vacío, pues ella ya no estará más para opacar mi soledad. Súbitamente, el filo lento y duro de una cuchilla escarba mis ojos y las dos masas viscosas y sangrientas saltan violentamente al piso.

En ese preciso instante me despierto estremecido, con mi ojo izquierdo extrañamente aguado, y tengo la confusa sensación de que, en la transición a la vigilia, aún sangra como en mi sueño. Estoy empapado en sudor, con las venas de la frente hinchadas, los pulmones exhaustos y mi corazón batiendo. Mi ojo lagrima; es la primera vez. Me duele el solo pensar que ella tendrá que morir alguna vez y jamás podré aceptar que me hará mucha falta. Sin embargo, me fuerzo a pensar que mi ojo llora porque la lluvia de los últimos días espanta a las mariposas y eso me entristece.

Mientras me afeito la barba de tres días, la lluvia monótona moja los cristales y pienso en ella con la nostalgia de un desterrado. Ansioso, mientras telefoneo con los pensamientos tan temblorosos como mi voz, me voy fijando en el sonido distintivo de cada tecla del teléfono y me pierdo en ellos como en una melodía extraviada. Su voz tenue y entrecortada se resiste levemente a ir a la casa de té de siempre para seguir nuestra tradición de los días lluviosos de antes, en que disfrutábamos probando variedades diferentes de té. Ella sabe leer en mis silencios que la invitación no es un capricho, sino que realmente necesito verla. Sin aviso, me cuenta que cuando despierta ve hormigas negras y huele a cadáver en su habitación. Yo quiero, sobre todas las cosas, asegurarme de que su sonrisa existe, de que es más que la huella que vi en mi sueño.

En la casa de té, se confunden las conversaciones de los trasnochados que buscan su té de la mañana, las tazas y las teteras que chocan unas con otras, y mis pensamientos temblorosos mientras la espero en el rincón más apartado. Me asalta la certidumbre de que no llegará, de que por fin se ha quedado dormida rodeada de sus libros, de que mi necesidad anhelante de verla para calmar la angustia que me dejó mi sueño ha caído en oídos sordos, peor aún, indiferentes. Pero no, en la puerta, una sombra baja su paraguas húmedo, el pelo rizo estremeciéndose mientras cierra el paraguas y me reconoce con su gesto cansado de las noches difíciles. Tener su olor a manzanilla tan próximo a mí, en su silla, me salva del sueño que recién he tenido hace unas horas; ese mismo olor que por nuestros azares divergentes ya cada vez menos puedo aspirar como primer regalo del día, al despertar. Yo, desconectado de todo, salvo de ella, trato de hablarle, pero su nariz se enreda insistentemente en el aroma del té por unos momentos en lugar de escucharme con atención. La noto rara distante. Su sonrisa también insiste en desviarse; sus ojos azules acuden a cualquier lugar, excepto a mis ojos. Yo examino esos ojos grandes, intentando descifrar su silencio. Su cara palidece y la sorpresa que me causa su palidez repentina hace dilatar mis pupilas incontrolablemente. De repente, el té verde se queda sin sabor; veo que hay entre nosotros una pregunta interpuesta que trata de articular, pero que se queda flotando por ahí, con el aroma del té. Mientras pongo la taza cuadrada en la mesa de cedro, sobre las gotas de té que esquivaron mi boca, temo a lo que pueda preguntarme y me fijo en cómo las gotas que bajan por el vidrio aceleran su marcha para convertirse en riachuelos que mueren en el piso.

Vuelvo a mirarla con atención cuando empieza a sacudir extrañamente su cabeza con tirones regulares. Le pregunto con alarma qué le pasa, si necesita un doctor. Luego de una pausa que parece prolongarse con cada uno de sus forzosos sorbos de aire, me dice que no me preocupe, que no sabe cómo funcionan los tirones, pero que le sirven para recuperar la vista que había perdido en su ojo derecho. Eso y su absurdo movimiento multiplican los misterios. Ahora, sus pestañas se mueven letárgicamente y su ceño levemente fruncido aguarda un momento para poder descansar. Se queda suspensa, casi dormida, por unos instantes, con un palillo de madera en su boca, como le sucedía a veces luego de una de sus noches de insomnio. Me admiro de su ausencia de ojeras y de cómo con sus ojos dormidos sigue masticando distraídamente la madera entre sus dientes. La vehemencia con que me dice al salir de su sueño momentáneo que quería quedarse allí, en la casa de té, y no regresar al olor que la perseguía en sus visiones, contradice el grito de sus ojos somnolientos que buscan dónde pernoctar. Sé que esta vez la causa de su insomnio no es los libros de su carrera de psicología. Me dice que no duerme porque cada vez que despierta huele a cadáver en el cuarto y a veces ve hormigas que inundan el balcón. Su boca logra coordinarse para decirme que por las hormigas, sus amaneceres estaban sometidos a su corazón agitado y que el olor insistente molestaba su nariz sensitiva.

Aparto mi vista de nuevo para mirar con dificultad por la ventana a las hojas mojadas de los tréboles. Tomo un sorbo de té verde, aún hirviendo. Sus brazos rígidos se estremecen, temblando. Sin continuidad alguna, me pregunta si la amo lo suficiente como para morir junto a ella. Desconcertado, me quemo la garganta. La miro fijamente a los ojos para entender bien la pregunta pero no puedo. Me domina la inseguridad. Veo en sus párpados la necesidad de que le diga que la amo. Quiero acabar el té y huir para no tener que confrontarla a ella, quien ha sido la flecha en mi arco. Mi garganta arde. Me desespero. Poco a poco, la espuma del té desaparece de mis labios secos. Todo ha cambiado.

Se me olvida el ardor en la garganta cuando un agujero negro se abre en una esquina de mi campo de visión, en el ojo izquierdo, y poco a poco absorbe toda la luz hasta dejarme ciego por unos instantes. Muevo mi cabeza inútilmente buscándola y al moverme con desespero, todo vuelve a la normalidad por un corto tiempo. Pero la ilusión de que todo está bien desaparece cuando mis venas empiezan a sobresalir y mis brazos se entiesan temblando. Los ojos se me cierran; los abro rápidamente, no por la incomodidad de quedarme dormido, sino por el pánico que me causa verlo todo negro. En ese momento sé lo que sucede.

Desconfiado, aturdido, juraría que su mano derecha pasa sobre mi taza de cerámica y que una minúscula cápsula negra hace que la espuma del té se aparte hacia los bordes. El gato negro de ojos azules encerrado en un cuadro junto a la única puerta me mira, indiferente. Siento que llego al final del infinito. Un hormigueo en los pies me devora desde lo hondo del hueso. Nunca he sido envenenado, pero estoy seguro de que esto es lo que se siente. Las venas de los ojos baten, palpitan, martillean. Insoportable. Cada latido chupa la poca vida que me queda. La última vez que la veo, su sonrisa siniestra borra mis memorias. Es lo último que veo.

***

La madrugada del 4 de junio, la policía acudió a un apartamento con piso de mármol lleno de mariposas muertas. No sabían qué eperar luego de recibir una llamada anónima motivada por el hedor de un cadáver. Ahí encontraron a Ernesto tirado en el piso, cerca de un diván azul turco. En su mano, la navaja de afeitar con que él mismo había traspasado sus ojos permanecía recién afilada, con su filo ligeramente torcido. En el balcón yacía el cuerpo inerte que buscaban las autoridades, lleno de hormigas en su cabeza, comiendo lo que quedaba de su sonrisa.

Mandala (4/1/2004)

Advertencia

El psicólogo general, Zickmund Proyd, recomienda no leer el contenido de este cuento si padece de problemas de múltiple personalidad, tiene dificultad para orientarse o simplemente desprecia a los argentinos. El gobierno no se hace responsible, como siempre, de los daños que usted pueda sufrir. Así que lea bajo su propio riesgo y que disfrute la lectura.

Prólogo

 Circunnavegando Rayuela , noté que en este texto ante sus ojos el lector no puede tomar dos rumbos, sino una trayectoria fija. No le será difícil leer de forma consecutiva hasta la sección octava. De ahí en adelante, bastará con unas cucharadas de antiemético para prevenir que la desorientación le cause estragos. Su desafío consiste en seguir la secuencia marcada por los números indicados entre paréntesis y continuarla hasta la sección que concluye con la palabra FIN. Por último, la historia que encontró el visitante sigue aún en construcción y está en tus manos editarla, añadirle nuevos fragmentos y adaptarla a tu vida, estimado lector.

Una ventosa mañana de abril, en un lugar del planeta Tierra cuyo nombre muchos quisieran olvidar, llegó a mis manos un libro que alteró el rumbo de mi vida. Me encontraba en Puerto Argentino durante mi visita a las Islas Malvinas, escapando de una realidad que ya no me permitía enfocarme. Hacía más de un mes que no leía los periódicos ni veía la televisión. Como andaba muy ocupado leyendo El Aleph de Borges, no noté la piedra que me hizo caer. Todo lo que tenía en el bolsillo se clavó en mi muslo. Mientras sacaba de mi pantalón los trozos de un rústico caleidoscopio que no se salieron del bolsillo, no pude evitar verle: el libro marrón de carátula dura se camuflaba entre las sedientas ramas en el suelo otoñal que cubrían uno de los escasos caminos malvinos. Me fije en la textura carrasposa del libro y la ausencia de un título; mi curiosidad me precipitó a las páginas. Cada letra, cada palabra, cada párrafo, todo indicaba que no se trataba de otra historia acerca de mi vida, sino de tu historia, estimado lector.

2.

Las columnas estaban perfectamente alineadas; cada unidad tenía su lugar asignado. Al principio, la simetría me causó repulsión, pero pronto me dejé llevar y olvidé mis preocupaciones. Aunque parecía indiferente, muy adentro sabía que algo trascendental estaba sucediendo. Ya no escuchaba los crujidos de las hormigas y no sentía cómo cada grado que el sol ascendía producía una gota de sudor. Mi corazón empezó a latir a un nuevo ritmo gracias a la adrenalina que corría por mi cuerpo. Estaba seguro de que sería la última vez que estaría en esa situación.

(9)

3.

No faltaba ni un solo acento, a diferencia de este texto que escribo, producto de un afán angustioso. Cada palabra que encajaba perfectamente me hizo pensar por un momento que el orden podía existir. A pesar de que no tenía muchas apostillas, era evidente que una vez lo leíste y sabes que existe. No evitaste contradecir a un escritor que intentaba arduamente describir tu vida, pero olvidaba aquello que, según tú, formaba tu yo auténtico.

Te conozco hace bastante tiempo ya, y aunque año tras año hablamos cada vez menos, debo contarte lo que leí y me atreví a escribirte en esta bitácora que cargaba conmigo. Me acuerdo de esas noches en que no se pronunciaba ni una palabra porque pensábamos que no eran necesarias. Te veía como una persona simple, superficial, y egocéntrica. Nunca pensé que podrías hacer las mismas preguntas que se me ocurrían. Siempre estabas pensando en ti y sólo me hablabas para aclarar tus pensamientos. Pero nunca me escuchaste. Y yo tampoco, porque estaba muy ocupado ingeniándome una forma de hablar de otras cosas.

 

4.

 Cuando empecé a leer el libro, me dio la impresión de dialogar contigo, hasta que llegué al punto en que el autor estaba intentando definir quién eras. Vi claramente a ese adolescente sin un rumbo fijo. Te parecías a un girasol que todos los días hacía lo mismo pensando que era original. Te cansaste. Oliste cómo todo se llenaba de ácido mientras tú querías salir, sin importar que te quemaras. Decidiste ser rebelde y aún creo que no has cambiado en eso. Fue así que, sin darte cuenta, te convertiste en la persona que los demás querían que fueras. Terminaste pensando diferente a los demás, por llevar la contraria, pero llegó el punto en que no había vuelta atrás. Tú, siempre tan pesimista, esperabas siempre lo peor, sólo para no defraudarte a ti mismo. Deseabas arduamente encontrar a otros como tú. Pero no fue fácil. Siempre que pensabas que lo lograbas, algo pasaba y volvías al mismo punto.

 

5.

Nunca me dijiste que estuvieras tan preocupado por la muerte. Pensé que esas idioteces estaban reservadas para unos pocos desafortunados. Fue otra motivación para seguir leyendo, saber que en alguna parte había alguien que me entendía, no importaba que fueras tú.

6. 

Aún no entiendes que te vas a morir y lo quieres negar hasta el último momento. Por la mañana crees que inventaste la vida eterna, después en las onces te quejas de cómo fuiste tan ingenuo, pero no es hasta que te acuerdas que va a caer el sol y te tiras de rodilla a las piedras. Te indigna saber que el mundo está indiferente ante tu muerte, y tú eres el único que piensas en eso. Un día como hoy, te preguntaste si existía un Dios y si ibas a morir, y saliste corriendo intentando escapar. Pero ya sabes que no hay escapatoria.

Realmente no sabías qué estabas haciendo cuando te echaste al lomo un fusil supuestamente porque ibas a morir por tus ideales. Tu madre debe estar en tu casa aún intentando explicarse cómo se te ocurrió esta idea descabellada, y preguntándose por qué perdió a su único hijo.

(10)

7.

  Decidiste irte muy lejos, a un lugar que no conocías. Desde entonces no he vuelto a saber de ti. Hay unos estruendos ensordecedores, pero no tengo idea de lo que está pasando. Acabo de cortarme el dedo índice: no creo que pueda escribir por mucho tiempo más. No odio los espejos, solamente los que están rotos y cortan. Hay muchos vidrios en el suelo que reflejan la luz del día. Oí un disparo y caí al suelo.

***

8. 

Ya era hora de terminar con la lucha diplomática: la Primer Ministro británica Margaret Thatcher ordenó a los soldados reinvadir el archipiélago de las Islas Malvinas. Antes de que llegara el sol del 25 de abril de 1982 a todo su apogeo, decenas de botes anclaron en la costa luego de haber librado una corta batalla naval. Las tropas se lanzaron como hormigas que acuden a tierra para no ahogarse en un vaso de agua enriquecido con trozos de tierra. Me sentía orgulloso de pertenecer al ejército. Había logrado encontrar un lugar donde las personas pensaran igual que yo. Mientras bajaba a tierra, podía oír los tambores de guerra.

(2)

9. 

 

Pero no todos caminaban con el mismo ahínco que yo. No muy lejos de mí, divisé a un joven imberbe que estaba en mi batallón desde hace muy poco. Podía ver su cara de terror. Escuché mis botas militares mezclándose con el lodo malvino y mi boca se moldeó para decir:

(6)

10.

 

Hasta hoy, no sé si las palabras le sirvieron de algo. La invasión siguió como estaba planeada, y no tuvimos que esforzarnos mucho.

En el regimiento, todos estábamos llenos de orgullo porque no hubo bajas en el grupo. Ahora buscábamos a tres soldados argentinos que estaban empeñados en organizar al ejército para recuperar el control de su isla. Una centella de luz que se coló entre los árboles nos cegó por un momento; el muchacho, nervioso, no se controló y disparó.

(11)

11.

Sé que se siente culpable. No toleró cuando le di la noticia de que había matado a un civil inocente. No era como los demás, que asesinaban y seguían su paso indiferente. No le importa que la guerra se hubiera acabado y que ganáramos. Intentaba consolarse con el libro marrón que encontró al lado del cadáver inerte de un joven con un caleidoscopio. La última vez que lo vi aún cargaba un fusil. Pero esta vez no estaba cargado con balas sino de palabras que llenaban su propia bitácora marrón.

 

  FIN

Santa Fe (4/1/2003)

Tan pronto las puertas de la ciudad se cerraban, empezó a anochecer. Ya nadie confiaba como antes en la seguridad del pueblo. Suenan por primera vez las campanas de los templos de Santa Fe, los cuales no habían vuelto a sonar desde hacía ya más de tres generaciones. Se escuchan los crujidos de las puertas de las casas según se van cerrando para prevenir que los ladrones entren en sus viviendas. Durante toda la tarde se había llevado a cabo el reclutamiento para volver a conformar un ejército, debido a la inminencia de una guerra. Las bayonetas volvieron a la vida; los soldados les tuvieron que quitar las telarañas y bañar la sangre seca que habían adquirido antes de que el pueblo hubiese cambiado y la religión se hubiera extinguido. Como todas las noches, se bajaron las banderas del gobierno recién constituido. Lo único que seguía igual en Santa Fe era la celebración de los famosos banquetes. La misa se acababa de terminar, y todos se reunieron en la casa del nuevo gobernador para comer. Iban a celebrar aquel domingo la resurrección de la fe. Pero a diferencia de los banquetes anteriores, sólo invitaron a aquellos que tenían propiedades y terrenos.

En el centro de la ciudad había un museo en reverencia a todos aquellos crédulos que antes creían en dioses. Había toda clase de imágenes que recordaban a sus habitantes de las libertades que gozaban después de la Declaración Universal de la Liberación. Incluso había un salón que recordaba todas aquellas fechorías y torturas que se llevaron a cabo durante la Inquisición. Pero hace poco, lo primero que se hizo con ese museo fue convertirlo en un templo, que rápidamente se llenó de personas por la tarde.

Al comienzo fue complicado reestablecer el orden de la ciudad y romper con los ideales de la igualdad. Especialmente cuando todos contaban con la misma tecnología, desde los carros de hidrógeno hasta los hornos microondas. Todos ya se habían acostumbrado a ver el oro en abundancia, a comer lo mismo que los demás y tener los mismos derechos. Antes nadie tenía la necesidad de robar, pero todo volvió a ser como era antes de la libertad.

                                                                                                           ***

Me acuerdo del día en que llegó como si fuera ayer. Estábamos en uno los banquetes dominicales, cuando de repente, los sonidos en los comedores cesaron cuando todos dejaron de comer para mirarla. Acababa de llegar al banquete, pero no tardó en acomodarse y empezar a comer como invitada especial. Ella a cada rato paraba de comer para observar atentamente todos los detalles de cada uno de los hombres de Santa Fe, lo que nos pasmaba por unos momentos. Después del banquete, empezó a hablar con cada uno de nosotros. Decía que nos quería contar su historia, y todos escuchábamos cada una de sus palabras como si formasen una melodía que permanecía en nuestras cabezas hasta que el sonido alcanzaba la perfección.

Venía de un lugar muy lejano, o por lo menos eso decía. Su ropa se veía perfecta y sus ojos brillaban más que los de cualquier mujer de Santa Fe. Nos mostraba fotos de cuando era pequeña y acoplaba una anécdota a su historia dependiendo de con quién hablaba. Su nombre provocaba mi curiosidad. Terminó contándome que a los ocho años sus padres se habían divorciado. Ella corrió desesperadamente hacia la autopista, hasta que un carro la atropelló. Todo se había vuelto oscuro, y sentía cómo su cuerpo se empezaba a inmovilizar. Pero de repente, su situación cambio, y vió una luz muy clara que la sacaba de la oscuridad. Sintió que la sangre volvía a circular por sus venas, y que sus pulmones volvían a funcionar, pero según ella, no todo acabo ahí. Una voz le habló y le dio como misión la conversión de todos los incrédulos a cambio de su vida. Ella aceptó sin pensar, a pesar de que era muy joven para entender su misión, pero la muerte de su madre le había recordado qué debía hacer. Y así llego a Santa Fe para salvarnos a nosotros de la miseria.

Luego de hablar por un largo rato, nos prometió cosas diferentes a cada uno. No le era fácil hacer promesas, porque Santa Fe estaba basada en la igualdad. A los ciegos les prometió que recuperarían la vista, a todos nos prometió la felicidad. A mí me dijo que conseguiría una esposa hermosa, que tendría una familia feliz, y tendría todo el tiempo para pensar. Hoy, nos vemos ya convertidos parcialmente a su religión. Quizás yo soy el único que entiende el error que hemos cometido. Todo el mundo está embobado con su perfil y su cuerpo. No puedo ocultar que es una mujer que conoce muy bien el pasado, domina las matemáticas y ha estudiado mucho, porque sé muy bien que si no fuese así no hubiera logrado convencernos a todos.

Siento cómo una espina atraviesa mi corazón. Sé que vamos directamente a nuestra muerte. Veo cómo dentro de unos años Santa Fe se convertirá en el infierno que era antes. Presiento cómo las personas empezaran a matar para poder alimentar a los dioses, como lo hacían los aztecas. Veo como los santafereños secuestrarán aviones y los chocarán contra edificios gigantes sólo porque un dios los recibirá en el cielo con siete vírgenes.

Me acuerdo de haber leído de cómo era la ciudad antes. Las calles de Santa Fe se llenaron una vez de prostitutas que solamente se alimentaban del hecho que los hombres vivían reprimidos por una religión y querían violar la ley. Veo cómo desde ahora podremos diferenciar entre los ricos y los pobres, cómo sólo algunos podrán recibir una buena educación. Me acuerdo de haber leído que las calles eran en ese entonces muy peligrosas. Nadie respetaba las leyes que el gobierno había establecido. Todos querían probar las substancias ilegales y elevarse con drogas, o simplemente matar a sus vecinos. El código de ética que ahora se sigue voluntariamente era en el pasado reemplazado por leyes inútiles.

La corrupción volverá nuevamente a gobernar. Los líderes del pueblo y sus seguidores querrán más y más y no estarán satisfechos con lo que tienen. Van a querer probar que tienen más dinero que el pueblo y se lo robarán. Odio pensar que la teoría del Big Bang y la teoría de la Evolución se volverán nuevamente mitos después de haber sido aplicadas por tantos años. Pero la iglesia necesitaba predicar que Dios había creado al hombre a su imagen y semejanza, por lo que tenía que olvidar estas teorías. Pero lo que más me preocupa es que la gente puede ser feliz bajo este sistema. A las masas le gusta la sangre, y por eso van a querer la guerra. Y Ella lo iba a lograr. Nos estaba destruyendo poco a poco; a nosotros fue a quienes volvió más tristes, ciegos y solitarios. Ya había logrado reinstaurar las iglesias y su propósito principal ya había sido logrado, había convertido a los incrédulos en creyentes de un dios que no conocían.

Simplemente no aguanté más. Todas estas ideas pasaban por mi cabeza. Me acordé de aquel pasado incierto, de todo el esfuerzo de mi familia para construir una ciudad increíble, para que llegara ella y lo destruyera de un día a otro. Debo admitir que pensé muy bien antes de hacerlo. Pero no tenía otra alternativa. Detrás de esa cara bonita y ese cuerpo simétrico se escondía algo, que aún no sabía qué era. Mientras aparentaba comer, agarré con toda mis fuerzas el cuchillo y lo lancé en su pecho. Me sentí liberado. Ví cómo la sangre corría por su cuerpo. Muy dentro de mí esperaba que todo fuera cierto, que en realidad hubiese un dios que la hubiese salvado cuando era pequeña. Esperaba que ese mismo Dios la volviera a salvar cuando estaba ya muy cerca de cumplir su misión. Pero no fue así. Ella cayó al suelo como cualquier ser humano que haya sido herido de muerte.

El pueblo no me lo pudo perdonar. Pensaban que había destruido su futuro. Pero yo no sentía remordimiento. Primero querían desterrarme de Santa Fe, pero yo me negué con todas mis energías aunque tuviera que morir. No estaba dispuesto a irme a vivir a otra ciudad donde no sería feliz, donde no tendría la libertad de pensar y de expresar mis ideas, pero no me querían matar porque a pesar de lo que había hecho, aún me respetaban mucho. Me ofrecieron el perdón si pagaba al gobierno. Pero me negué rotundamente por segunda ocasión. No estaba dispuesto a darle un valor monetario a mi vida, así que ofrecí tan sólo 30 pesos por ella. Los santafereños quedaron perplejos cuando oyeron mi oferta, e inmediatamente ordenaron a los verdugos que prepararan el mejor veneno especialmente para mí. Ahora entiendo por qué es tan importante todo el protocolo que se sigue antes de matar a una persona; me sentí mejor a pesar de que estaba al borde de la muerte. Pero lo que me hace sentir satisfecho es saber que moriré como murió Sócrates treinta siglos atrás. Sólo que esta vez no será con cicuta, pero será por la misma causa. Quise defender mis ideas, y sé que aunque los santafereños no lo reconocen hoy jueves, día de mi muerte, me lo agradecerán y yo también tendré mi estatua frente al museo de los incrédulos.

Vidrio bicóncavo (4/1/2003)

El primer rayo de luz atraviesa el horizonte curvo del planeta. Luego de un largo viaje de ocho minutos a la velocidad de la luz, choca con el vidrio bicóncavo. La arena empieza a caer, deslizándose por la botella hasta llegar al fondo de su indivisible contenedor simétrico. El rayo de luz se multiplica hasta perderse en el infinito del fondo del mar.

Le preguntamos al rayo de luz cuánto tiempo se demoró en llegar a la tierra. Su respuesta fue inesperada. Estaba seguro que había viajado por un poco más de siete minutos. Yo aseguraría que se ha vuelto loco. Me tomé el trabajo de "medir" el tiempo con un reloj atómico muy preciso, pero seguían siendo ocho minutos. Consulté a un maestro estudioso del tiempo, el cual me indicó que lo único que estaba incorrecto era el mal observador.

Consulté los libros, investigué extensamente por meses acerca de este misterio; parecía una paradoja, un libro multidimensional al cual yo no tenía acceso. He llegado a la conclusión que es la locura lo que me hace leer erróneamente el reloj atómico. Quizás confundí los minutos con los segundos. Seguía teniendo los mismos resultados. No comprendí cuando el maestro socrático me dijo que yo era un buen observador. Recurrí nuevamente a los libros hasta que encontré una teoría que explicaba la paradoja.

Albert Einstein propuso que el tiempo es relativo. Lo más fascinante de su teoría es que abre la posibilidad del viaje al futuro; una vez se logra navegar a la velocidad de la luz. El rayo de luz había viajado a la velocidad de la luz (eso espero) y por lo tanto el tiempo viajó más rápido para él. Si esto es posible en la realidad, el viaje al futuro es teóricamente factible tan pronto los seres humanos puedan alcanzar la velocidad de la luz.

Viajar en el tiempo cambiaría completamente nuestra perspectiva de la vida y su propósito. Podrían existir millones de relojes que digan la hora correctamente, pero que estén completamente fuera de sincronía. Esto causaría un caos similar al que sucedió en Babilonia debido a la diversidad innumerables de idiomas. Si el rayo de luz está realmente adelantado en el tiempo, no habría presente. Conocer el futuro haría al presente absolutamente insignificante. Nuestras acciones perderían valor, nuestras metas serían sólo el pasado del futuro. El tiempo se podría convertir en la memoria. Podríamos estar muertos y creer que vivimos porque recordamos.

Un viaje al futuro sin un pasaje de regreso generaría increíbles conflictos. Nadie podría llenar el vacío que dejamos en el presente si viajamos en el tiempo aún por milésimas de segundos. ¿Cuál sería el presente si viviéramos en el futuro?

Pero lo más importante de todo, ¿qué veríamos cuando viajáramos en el tiempo? ¿Sería ésta una herramienta que nos permita ver a todo el universo desde un mismo punto como el Aleph? ¿Podríamos cambiar el presente desde el futuro?

En teoría, el viaje al futuro estaría complementado con la posibilidad de viajar al pasado, lo cual complica aun más el laberinto de posibilidades ya existente. Pero ¿qué sucedería si se viaja indefinidamente al futuro y al pasado, causando así un presente inexistente en nuestras mentes, pero similar a un purgatorio?

Dieciocho minutos después de la salida del sol, la tierra rota y hace que los rayos del sol desaparezcan de nuestra percepción. La luz que golpeaba el vidrio bicóncavo deja de llegar, y la arena para de caer. Pero el tiempo sigue, o parece que se sigue moviendo; vemos volar la mariposa, caer la hoja del eucalipto, y morir la hormiga en el presente.